La
tortura de la crucifixión vista desde lo ojos de un cirujano.
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Cirujano en Hospitales de París LA PASIÓN CORPORAL DE JESÚS
Reflexiones sobre el SANTO SUDARIO BLIOTHECA SINDONIANA M
a n u a l número 6 Existe una leyenda arraigada en los espíritus, la
de la dureza de corazón de los cirujanos; es decir, que la práctica
enerva las sensaciones y esa costumbre, apoyada por la necesidad de
conseguir el bien por el dolor, nos sitúa en un estado de serena impasibilidad.
Eso es falso. Aunque resistimos a la emoción que no debe de aparecer
ni siquiera en nuestro interior, entorpeciendo el acto quirúrgico, la
piedad se mantiene en nosotros siempre viva, y hasta se perfecciona
más con la edad. Cuando, durante años, se ha inclinado uno hacia los
sufrimientos del prójimo, o cuando los experimentó en sí mismo, está
sin duda más cerca de la compasión que de la indiferencia, porque mejor
conoce el dolor y mejor percibe sus causas y efectos. Por lo mismo,
desde el momento en que un cirujano ha meditado sobre los sufrimientos
de la pasión de Jesucristo, ha examinado con detenimiento las fases
y las circunstancias fisiológicas y se ha esmerado en reconstruir metódicamente
todas las etapas del martirio de una noche y de un día, puede, mejor
que el predicador más elocuente, mejor que el más santo de los ascetas
(aparte los que han tenido una visión directa y quedaron arrobados),
puede condolerse y revivir los sufrimientos de Cristo. Yo os aseguro
que es cosa horrible; tanto, que por mi parte no quiero ni pensarlo.
Sin duda eso es una cobardía; estimo que es preciso poseer una virtud
heroica o no se comprende nada, se ha de ser un santo o un inconsciente
para seguir el camino de la Cruz. Yo no puedo. Y precisamente es lo que se me pide, que describa un Vía
Crucis. Y no quiero negarme, pues tengo la seguridad de que haré una
buena obra. O bone et dulcissime Jesu, ¡ayúdame! Tú que los soportastes,
haz que yo sepa explicar bien tus sufrimientos. Tal vez, esforzándome
a permanecer objetivo, oponiendo a la emoción mi insensibilidad quirúrgica,
tal vez pueda llegar al fin. Si rompo en sollozos antes de terminar,
tú, lector, mi buen amigo, imítame y no to avergüences; es sencillamente
que habrás comprendido. Sígueme, pues; tenemos por guía los Libros Sagrados
y el SANTO SUDARIO de Turín, cuyo estudio científco me ha demostrado
su autenticidad (Pierre Barbet‑Les cinq plaies
du Christ. Etude anatomique et experimental) La Pasión, propiamente hablando, empieza con la Encarnación,
puesto que Jesús, en su omnisciencia divina, siempre supo, vió y quiso
los sufrimientos que esperaban a su Humanidad. La primera sangre vertida
por nosotros lo es en la Circuncisión, a los ocho días de su Nacimiento.
Ya puede uno imaginarse lo que debe de significar para un hombre la
previsión exacta de su martirio. De hecho, el holocausto principia en Getsemaní. Después
que Jesús da a comer a los suyos su carne y a beber su sangre, los lleva,
ya entrada la noche, al Huerto de los Olivos, como era su costumbre.
Los deja que campen a la entrada del recinto, conduce un poco más lejos
a sus tres íntimos y El se aparta como un tiro de piedra para prepararse
orando. Conoce que ha llegado su hora. El inismo ha ordenado al traidor
Iscariote: Quod facis, fac citius, Lo que has de hacer, hazlo
pronto (Jo 13, 27). Jesús tiene prisa por acabar: lo desea. Mas, como al encarnarse quedó revestido de la forma
de esclavo a que pertenece nuestra humanidad, se identificó y se hizo
tan una cosa con los hombres, que se revela en esta trágica lucha entre
su voluntad y la naturaleza humana. Coepit pavere et toedere.
Comenzó
a turbarse y angustiarse
(Mc., 14, 33). Esta copa
qua es preciso qua beba contiene dos amarguras. En primer lugar, los
pecados de los hombres que debe de asumir El, el Justo, para redimir
a sus hermanos y que, sin duda alguna, es lo más doloroso: una prueba
que no podemos imaginarnos, puesto que los más santos de la tierra son
los que sienten más a lo vivo su indignidad a infamia. Tal vez comprendamos
mejor la previsión, el anticipo de las torturas físicas y padecimientos
que Jesús ya sufre en su pensamiento; por lo mismo que ya hemos experimentado
el estremecimiento retrospectivo de los sufrimientos pasados. Es algo
indescriptible. Pater, si vis, transfer calicem istum a me; verumtamen,
non mea voluntas, sed tua fiat: Padre mío, si es de tu agrado, aleja de mí este
cáliz. Empero, hágase no lo que yo quiero, sino lo que quieras Tú (Lucas,
22, 42). No cabe duda de que es su Humanidad la que habla y se somete,
pues su Divinidad siente aquello que quiere desde la eternidad. El Hombre
se halla en un momento crítico. Sus tres fieles duermen, proe tristitia,
de tristeza (Luc 22, 45). ¡Pobres hombres! La lucha es espantosa. Desciende un ángel para reconfortarle,
al tiempo que para recibir, según parece, su conformidad. Et
factus in agonia, prolixius orabat. Et factus est sudor eius
sicut guttoe sanguinis decurrentis in terram. Y entrando en agonía, más intensamente
oraba. Y fué su sudor como gotas de sangre, que descendían hasta la
tierra (Luc., 22, 44) . Es el sudor de
sangre que ciertos exégetas racionalistas, a la caza de algún milagro,
han considerado como símbolo. Es curioso comprobar los disparates que
los materialistas modernos llegan a decir en materia científica. Hemos
de hacer constar que es un médico el único Evangelista que relata el
hecho. Y nuestro venerado colega Lucas, medicus carissimus, el
médico muy amado (Ep. de San Pablo a los Colosenses), lo define
con la precisión y concisión de un buen clínico. La hemathidrosis, sudor sanguíneo, es un fenómeno
fisiológico rarísimo, pero bien descrito. Se produce, como lo define
el doctor Le Bec, en condiciones completamente especiales: una gran
debilidad física, acompañada de una conmoción moral, seguida de una
intensa emoción y gran miedo. (
Le Bec.‑Le supplice de la croix. Etude physiologique de la Passion.
En este estudio mi antiguo colega del Hospital S. José de Paris ha demostrado
une presciencia asombrosa; mis sucesivos eaperimentos hen confirmado
y precisado la mayoria de sus apreciaciones; a cuanto yo he añadido
él prestó entusiasta adhesión, para mi muy valiosa). En efecto, Jesús comenzó a turbarse y angustiarse.
El temor, el espanto son en este caso el máximum de la conmoción moral.
Esto es lo que Lucas traduce por agonía, que en griego, agón,
significa lucha y pavor. Y fué su sudor como gotas de sangre, que
descendían hasta la tierra. ¿Para qué explicar el fenómeno? Una vasodilatación
intensa de los capilares subcutáneos, que se rompen al contacto de la
precipitación de millares de glándulas sudoríparas. La sangre se mezcla
con el sudor, y esta mezcla es la que perlea, se reúne y corre por todo
el cuerpo en cantidad suficiente para caer hasta el suelo. Nótese que
esta hemorragia microscópica se produce en toda la piel cuando está
lastimada, dolorida en cierto modo, ablandada por la suma de los sufrimientos
futuros. Llega Judas con los servidores del Templo, armados
de espadas, bastones y cuerdas; llevan linternas y antorchas. Vienen
con ellos los esbirros del Sanhedrin y soldados de la cohorte, a las
órdenes de su tribuno. Tienen muy buen cuidado de no alarmar a los Romanos
y a la cohorte de la Torre Antonia; ya les llegará el turno, cuando
los Judíos, pronunciada su sentencia, se la agencien para que la acepte
el Procurador. Jesús se adelanta. Una palabra suya es suficiente para
derribar a los agresores, última manifestación de su poder, antes de
abandonarse a la voluntad divina. El generoso Pedro aprovecha la oportunidad
y de un tajo corta la oreja derecha al sirviente del sumo sacerdote
Malco, y, último, milagro, Jesús vuelve a reponérsela y déjale sano.
Pero la chusma vociferante se recobra: sujeta fuertemente a Cristo,
lo conduce sin miramientos, puede creerse al paso ligero de las comparsas.
Ahora es el abandono, al menos en apariencia. Jesús está convencido
de que Pedro y Juan les siguen a longe, de lejos (Mac.,
15, 54; Jo., 19, 15), y que Marcos sólo escapará al arresto huyendo
desnudo y dejando a la tropa la sábana que le recubre. Jesús está ante Anás y el Sanhedrín. Altas horas de
la noche. Sólo puede procederse a un sumario preliminar. Jesús se niega
a contestar: El predicó su doctrina en público. Anás se queda desorientado,
furioso. Uno de sus servidores, traduciendo el despecho de Anás, da
un bastonazo al detenido. Sic respondes pontifici? ¿Así respondes
al sumo sacerdote? (Jo., 18, 22). Esto no es nada. ( Según San Vicente Ferrer, le derribó.
Y le hizo arrojar sangre por Ia boca, dice et piadoso Landulfo). Ahora es preciso esperar a la mañana siguiente para
la audición de testigos. Arrastran a Jesús fuera de la sala, en el patio.
El ve a Pedro, que le ha negado hasta tres veces; le perdona con una
mirada tierna y penetrante. Empujan a Jesús al sótano; al1í la canalla
de la servidumbre se harta contra el falso Profeta, villanamente atado,
quien momentos antes les ha hecho morder el polvo como por arte de encantamiento.
Le abruman a bofetones y puñetazos, le escupen a la cara, y puesto que
no pueden dormir, tratan de divertirse un poco. Le tapan la cabeza con
un velo, y uno a uno van turnándose, dándole sonoros bofetones con sus
pesadas y groseras manos. A ver, Cristo, adivina: ¿quién te ha pegado?
(Mt., 26, 68; Lc., 22, 64). Todo su cuerpo queda dolorido, su cabeza
resuena como una campana; se apodera de El el vértigo... pero calla.
Con sólo una palabra podría aniquilarlos; et non aperuit os suum,
pero El no abrió su boca (Is 53, 7). Al fin se cansa la chusma,
y Jesús espera. Al amanecer, segunda audiencia en el tribunal de Caifás:
lamentable desfile de testigos falsos, que nada prueban. Es preciso
que El mismo se condene, afirmando su filiación divina. Y aquel miserable
histrión de Caifás proclama la blasfemia, rasgándose las vestiduras.
¡Oh, tranquilicémonos! Esos buenos Judios, tan prudentes y tan apegados
al dinero, tienen siempre preparado un rasgón de su vestidura ligeramente
recosido, que puede servir cuando la ocasión se presenta. No hay nada
más que obtener de Roma la sentencia condenatoria a muerte, que le está
reservada en este país de protectorado. Jesús, rendido de fatiga, molido a golpes todo su
cuerpo, es arrastrado al otro extremo de Jerusalén, en la parte alta
de la ciudad, a la Torre Antonia, especie de fortaleza, desde donde
la majestad romana asegura a su albedrío el orden de la ciudad demasiado
bulliciosa. La gloria de Roma está representada por un desgraciado
funcionario, un romano insignificante de la clase de los caballeros,
un medrador, muy contento de ejercer el gobierno dificil sobre un pueblo
fanático, hostil a hipócrita. Pilatos es muy celoso en lo tocante
a conservar su puesto y guarda el equilibrio entre las órdenes imperativas
de la metrópoli y los ardides solapados de los Judios, que a menudo
se inclinan serviles delante de los emperadores. En resumen. no es
más que un pobre hombre. Sólo tiene una creencia, si es que cree en
algo: la del divino César. Es el producto mediocre de la civilización
bárbara, de la cultura materialista. Pero, ¿por qué tenerle tanta aversión?
Es como lo han hecho. La vida de un hombre no tiene para él ningún valor,
sobre todo si no se trata de un ciudadano romano. No le han educado
en la piedad y sólo conoce un deber: mantener el orden (¡se creen en
Roma que es cosa fácil!). Todos esos judíos pendencieros, embusteros
y supersticiosos, con. todas sus creencias sagradas y sus manías de
lavarse por cualquier cosa, su servilismo a insolencia y sus cobardes
denuncias al Ministerio contra un administrador colonial que se interesa
por ellos; todo eso le repugna: los desprecia... y los teme. Jesús, por el contrario, a pesar del estado en que
se presenta ante él, cubierto de magullamientos y salivazos, Jesús
le infunde respeto y le es simpático. Hará todo cuanto pueda por soltarle
de las garras de aquellos energúmenos: et quaerebat dimittere illum:
Pilatos procuraba librarle (Jo I9, 12) . Jesús es galileo;
que lo lleven ante ese viejo canalla de Herodes, que representa a los
reyezuelos negros y presume de ser alguien. Pero Jesús desprecia a aquel zorro, no le contesta
una palabra. Helo aquí otra vez ante Pilatos, en medio de la turba
que aúlla y esos insoportables fariseos que chillan en tonos agudos,
agitando la perilla. ¡Odiosa gentuza! Que se quede fuera; pues también
ellos se creerían impuros sólo por entrar en un pretorio romano. Pilatos
interroga a este pobre hombre, que le interesa. Y Jesús no le desprecia.
Le compadece por su ignorancia invencible: le contesta con dulzura y
al mismo tiempo trata de instruirle. ¡ Ah, si sólo se tratase de esa canalla que aúlla:
ahí fuera; una salida certera de la cohorte cum gladio, la
espada en la mano, pronto haría callar a los más escandalosos y
ahuyentaría a los demás. No hace mucho tiempo que mandé degollar en
el Templo a algunos galileos de los más excitados. ¡Sí, sí..., pero
los soldados del Sanhedrín empiezan a insinuar que no soy amigo del
César, y con esto no se puede gastar bromas ! Vamos a ver, ¡ por Hércules
!, ¿Qué significan esos cuentos de rey de los Judíos, de Hijo de Dios
y de Mesías? Si Pilatos hubiese leído las Escrituras, tal vez hubiese
sido otro Nicodemo, pues Nicodemo también fue un cobarde; sin embargo,
será su cobardía la que romperá las barreras. Este hombre es un justo; le haré flagelar (¡oh lógica
romana!). Tal vez esos bárbaros se compadezcan. Pero yo también soy
un cobarde; pues si me entretengo en defender a ese quirite lamentable,
es sólo por retardar mi dolor. Tunc ergo apprehendit Pilatus lesum et flagellavit: Entonces Pilatos mandó atar
a Jesús y azotarle(Jo 19, 1). Los soldados de la guardia conducen a Jesús al atrio
del Pretorio y llaman para que les ayuden a toda la cohorte (en los
países de ocupación son raras las distracciones). Sin embargo, el Señor
había con frecuencia manifestado una simpatia especial por los militares.
¡Cuánto habia El admirado la confianza y la humildad de aquel centurión
y su afectuosa solicitud por su siervo, al cual Jesús había curado!
(Nada podrá convencerme de que no fuera el ordenanza de este lugarteniente
de infantería colonial.) Pero muy pronto ése será el centurión de guardia
que en el Calvario proclamará el primero su Divinidad. La cohorte parece poseída de un delirio colectivo,
cosa que Pilatos no había previsto. Allí está Satán, que les comunica
su odio. Ya hay suficiente. Basta de discursos; sólo golpes. Y se apresuran
a terminar. Le desnudan y le atan, completamente en cueros, a una columna
del atrio. Le estiran los brazos hacia arriba, atándole por las muñecas. La flagelación se lleva a cabo con un látigo, sobre
el que van sujetas, a cierta distancia del extremo libre, dos balas
de plomo o bien huesecillos. (Al menos, éste es el tipo de flagrum
a que responden las señales del SANTO SUDARIO.) El número de azotes
fijado por la ley hebraica era de treinta y nueve. Pero estos verdugos
son soldados desenfrenados y no se preocupan ya, y se ensañan a placer,
hasta dejarlo sin sentido. En realidad, las huellas del SUDARIO son
innumerables y casi todas en la parte posterior del cuerpo, porque la
frontal estuvo de cara a la columna. Se las ve en los hombros, en la
espalda, en los riñones. Los latigazos descienden por los muslos y
las piernas. Los verdugos son dos, uno a cada lado, de estatura desigual;
todo esto se deduce de la orientación de las señales del SUDARIO. Le
azotan de firme, despiadadamente, con gran frenesí. A los primeros
golpes, el flagrum deja huellas profundas, amoratadas, equimosis.
Recuérdese que la piel ha sufrido anteriormente una alteración, dolorida
por los millares de pequeñas hemorragias intradérmicas del sudor de
sangre. Las balas de plomo marcan huellas más netas. Luego la piel,
infiltrada de sangre, reblandecida, se abre a la presión de los nuevos
golpes. Brota la sangre, desgárrase la piel; toda la parte posterior
del cuerpo no es más que una superficie roja, sobre la que se destacan
grandes surcos azulados; y aquí y al1á, por todas partes, las llagas
más profundas que ha producido el flagrum. Todos estos estigmas
quedaron impresos en el SUDARIO en forma de pesas, es decir, dos balas
con la vara entre ellas. A cada azote se estremece el cuerpo en dolorosos sobresaltos.
Pero Jesús no abre la boca, y ese mutismo acrecienta la rabia satánica
de sus verdugos. No es ya la fría ejecución de una orden judicial; son
demonios desencadenados. La sangre se escurre desde los hombros hasta
el suelo: las anchas losas del patio quedan cubiertas; y a cada levantarse
de los látigos, llega la sangre en lluvia menuda pasta las clámides
de los espectadores. Ahora ya desfallecen las fuerzas del condenado:
un sudor frío inunda su frente, se le va la cabeza, siente vértigos
nauseabundos, le corren escalofríos a lo largo del espinazo, las piernas
flaquean bajo el peso del cuerpo, y si no estuviese atado tan alto por
las muñecas, se desplomaría en un charco de sangré. La cuenta de los
azotes sale cabal, si bien es verdad que nadie ha contado. Después de
todo, nadie ha recibido la orden de matarlo a latigazos. Déjanle que
se reponga; aun podrán divertirse con El. Oh, ese simplon que pretende ser rey, corno si eso
pudiera ser bajo las águilas romanas! Y aun es más: ¡quiere ser rey
de los Judíos! Es el colmo de la ridiculez. Tiene dificultades con sus
súbditos. ¡Va! ¿Eso qué importa? Nosotros te seremos leales. Pronto,
un manto y un cetro. Le sientan en el pilar de una columna. ¡No está muy
sólida su majestad! Una clámide vieja de legionario sobre los hombros
desnudos le confiere la púrpura real; una caña basta en la mano derecha,
y ya está listo todo si no le faltase una corona; en fin, algo original. A los diecinueve siglos le reconocerán por esta corona,
que ningún crucificado habrá llevado. En un rincón hay un haz de matojos de los arbolillos
que abundan en los chaparrales de los suburbios. Son ramas flexibles,
llenas de espinas largas, mucho más largas, más agudas y más duras
que las acacias. Trenzan con precaución una especie de fondo de canastilla,
lo aplican sobre el cráneo, aplastan los bordes y con una tira de juncos
torcidos se la ciñen a la cabeza, entre la nuca y la frente. Las espinas
penetran en el cuero cabelludo y éste sangra (nosotros, los cirujanos,
sabemos cómo sangra el cuero cabelludo). Ya el tegumento del cráneo
se ve pegajoso de coágulos; hilos de sangre se deslizan sobre la frente,
bajo las tiras del junco; empapan los bucles de la cabellera en desorden
y salpican hasta la barba. Empieza la farsa de la adoración. Cada uno a su turno
se acerca ante El, doblando la rodilla, haciendo una mueca horrible,
seguida de un bofetón. ¡Salve, rey de los Judíos! El no contesta.
Su pobre figura desolada y pálida no hace el más leve movimiento. ¡En
verdad, esto no es divertido! Exasperados, los súbditos fieles le escupen
a la cara. Tú no sabes aguantar el cetro. Trae acá. Y, ¡zás! , un porrazo sobre el sombrero de espinas,
que se encasqueta un poco más. Y caen otros golpes. Yo no recuerdo bien. ¿Sería uno de estos legionarios
o bien recibió este golpe de la gente del Sanhedrín? Pues veo en el
SUDARIO que un bastonazo dado oblicuamente le deja en la mejilla una
horrible contusión y que su hermosa nariz semítica, tan noble, queda
deformada por una lesión del cartílago. La sangre se escurre de la
nariz al bigote. ¡Basta, Dios mío! Llega Pilatos, algo inquieto por el preso. ¿Qué habrán hecho esos brutos? Vaya, ¡qué bien lo
han arreglado! Si ahora no están contentos lus Judios... Lo saca al balcón del pretorio, vestido de rey, asombrándose
él mismo de sentir cierta compasión por esta miseria humana. Pero él
no ha contado con el odio. Tolle. Crucifige, crucifige eum. Quítalo.
Sea crucificado (Jo 19, 15; Mt 27, 22). ¡Ah, los demonios! Y el
terrible argumento contra él: Se ha proclamado rey; si lo absuelves,
señal de que no eres amigo del César. Entonces el cobarde se abandona
y se lava las manos. Mas, como escribe San Agustín: No fuiste tú,
Pilatos, quien lo mataste, sino los Judíos con sus lenguas afinadas.
Tú, en comparación con ellos, eres mucho más inocente. Le arrancan la clámide que ya se le ha pegado a todas
las heridas. La sangre vuelve a deslizarse. Jesús sufre un fuerte estremecimiento.
Vuelven a ponerle sus vestidos, que se tiñen de rojo. La cruz está
dispuesta; se la cargan sobre los hombros. ¿Por qué milagro de energías
puede permanecer de pie, bajo aquel peso? Aún no es la cruz completa,
sino sólo la viga grande horizontal, el patibulum, que debe de llevar
hasta el Gólgota; mas, así y todo, pesa cerca de cincuenta kilos. La
estaca vertical o esteba ha sido levantada con anterioridad en el Calvario. Y la marcha empieza: pies descalzos, por las calles
de suelo rústico sembrado de piedras. Los soldados tiran de las cuerdas
que le atan, impacientes por saber si llegará hasta el final. Dos ladrones
le siguen en la misma forma. Afortunadamente no es muy largo el camino,
unos seiscientos metros, y la colina del Calvario está casi en las afueras
de la puerta de Efraím. Pero el trayecto está lleno de baches y desniveles,
lo mismo que en la parte interior de las murallas. Jesús, con mucho
trabajo, echa un pie hacia adelante, y con frecuencia se hunde. Cae
de rodillas, que pronto se convierten en una pura llaga. Los soldados
de la escolta le levantan, sin maltratarlo demasiado: temen que muy
bien podría morirse por el camino. Y siempre esta viga sobre el hombro, guardando el
equilibrio, que lo desgarra con sus asperezas y que parece querer penetrar
a viva fuerza. Yo sé, lo que es esto: he prestado mis servicios, en
otros tiempos, en el 5.° Regimiento de Ingenieros y he cargado los
travesaños de las vias férreas, bien pulimentados. ¡Ah!, yo conozco
la sensación de penetración en un hombro fuerte y sano. Pero El... Su
hombro está cubierto de llagas, que vuelven a abrirse y se ensanchan
y hunden a cada paso. Está agotado. Sobre su túnica sin costura una
mancha enorme de sangre va ensanchándose cada vez más, hasta extenderse
par la espalda. Vuelve a caer, y esta vez con todo el cuerpo. Se le
escapa el madero. ¿Podrá levantarse? Afortunadamente pasa por allí
un hombre; viene del campo; es Simón de Cirene, y lo mismo él que sus
hijos Alejandro y Rufo pronto serán buenos cristianos. Los soldados
le requieren para que lleve el madero. EI buen hombre no desea otra
cosa. <<¡Oh, cuánto le aliviaré! >> Ya no queda para subir
más que la pendiente del Gólgota; con mucho trabajo llegan a la cumbre.
Jesús se desploma en el suelo. La crucifixión empieza. ¡Oh, no es cosa complicada!
Los verdugos conocen su trabajo. Ante todo es preciso desnudarle. Los
vestidos de encima no ofrecen dificultad. Pero la túnica está pegada
a las llagas, mejor dicho a todo su cuerpo, y este despojo es simplemeute
cruel. ¿Ha intentado usted alguna vez levantar de una herida contusa
el primer vendaje, que se haya secado sobre ella? ¿O acaso ha sufrido
esa prueba que a veces requiere una anestesia total? Si lo ha probado,
usted puede muy bien saber algo de lo que se trata. Cada hilo de la
tela queda pegado en la superficie desnuda, y al ser levantado el vendaje
arranca una de las innumerables terminaciones nerviosas, en carne viva,
de la herida. Estos miles de choques se adicionan y multiplican, aumentando
por momentos la sensibilidad del sistema nervioso. Y para Jesús no se
trata sólo de una lesión local, sino de casi toda la superficie del
cuerpo, y en particular de aquella dolorida espalda. Los verdugos van
de prisa y sin miramientos. Tal vez sea mejor. Mas, ¿cómo es que este
dolor tan agudo y atroz no causa desmayo al Señor? Por la misma razón
que El mismo se impone, domina y dirige, del principio al final, su
pasión. La sangre mana de nuevo. Le tienden de espalda en
el suelo. ¿Dónde han echado la faja estrecha que el recato de los Judíos
autoriza para que la lleven los condenados? Confieso que no sé nada
de ella; pero eso no tiene importancia; de todos modos, también estará
desnudo cuando lo envuelvan en el SUDARIO. Entretanto penetran el polvo
y la arena en las llagas de la espalda, de los muslos y las piernas.
Ya está Jesús tendido a los pies del esteba, los hombros sobre el travesaño
horizontal, el patibulum. Los verdugos toman las medidas. Taladran
con una barrena los agujeros en que han de ir los clavos. Empieza el horrible holocausto. Un mozo le estira
un brazo, la palma hacia arriba. El verdugo coge el clavo: un clavo
largo, puntiagudo, cuadrado, que mide ocho milímetros de ancho cerca
de la cabeza; le pincha en la muñeca, en el pliegue anterior, que conoce
por experiencia. Un solo martillazo: ya está el clavo fijo en el madero;
algunos golpes más, con fuerza, y queda sólidamente clavado. Jesús no
se queja, pero su rostro se contrae horriblemente. ¡Ah!, yo he visto
al mismo tiempo su dedo pulgar ponerse en oposición de la palma por
un imperioso y violento movimiento: le han tocado el nervio mediano.
Entonces siento en mí lo que El sufre: un dolor indecible, fulgurante,
que se extiende por sus dedos, brota como un dardo de fuego, llega hasta
el hombro y explota en su cerebro. Es el dolor más irresistible que
pueda sufrir un hombre; el que produce la herida en los grandes troncos
nerviosos. Pues casi siempre lleva en sí el desmayo, que en cierto modo
es una suerte. Jesús no quiere perder el conocimiento. Aun cuando
tuviese el nervio completamente destrozado. Pero no es así. Yo sé por
mis experimentos que sólo es una destrucción parcial; la herida del
tronco nervioso queda en contacto con el clavo y sobre él, dentro de
poco, cuando el cuerpo quede suspendido, tendido, estirado fuertemente,
como una cuerda de violín sobre su arco. Y vibrará a cada sacudida,
a cada movimiento, reviviendo el cruel dolor. Y aun durará tres horas aparte. El mozo tira del otro
brazo. Se repiten los mismos gestos y los mismos dolores. Pero esta
vez El sabe to que le espera. Ya está sujeto al madero, al cual se ciñe
estrechamente, desde los hombros a to largo de ambos brazos. Ya ha formado la cruz. ¡Qué sublimidad divinamente
trágica! ¡A levantarla! El verdugo y su ayudante cogen el patibulum
por los extremos y levantan al sentenciado. Queda éste, primero, sentado
al suelo, después de pie; luego ellos retroceden con él y lo apoyan
contra el esteba. Pero, antes, estirando sus manos clavadas (¡oh, sus
nervios medianos!) Haciendo un gran esfuerzo, a fuerza de brazos, puesto
que la estaca no está muy alta, y con gran rapidez porque pesa mucho,
cuelgan con gesto hábil el travesaño del patibulum en lo alto
del esteba vertical. A su cima, dos clavos sujetan el título trilingüe
de la condena. El cuerpo, pendiente de los brazos que se alargan
oblicuos, queda un poco hundido. Los hombros, heridos por los latigazos
y por la carga de la cruz, raspan dolorosamente contra el madero áspero.
La nuca, que sobresale al patibulum, al ser éste levantado, golpea
contra el esteba. Las pumas afiladas de las espinas le destrozan el
cráneo, clavándose cada vez más. La pobre cabeza cuelga hacia delante,
puesto que el espesor de la corona le impide reposar sobre el madero;
y cada vez que se levanta, revive los pinchazos. El cuerpo se sostiene sólo por los clavos fijados
en los carpos (¡oh, los nervios medianos!). Podría ya aguantarse; no
se inclinaría. Pero el reglamento ordena fijar los pies. Para hacer
eso no se necesita repisa. ¿Por qué dar trabajo a un carpintero? No
es el caso aliviar las penas de un crucificado. Le doblan las rodillas
y le estiran los pies hasta ponerlos planos sobre el madero. Preparan,
primero, el pie izquierdo. De un solo martillazo horadan con el clavo
en el centro, entre el segundo y tercero metatarsiano. El ayudante dobla
también la otra rodilla y el verdugo apoya el pie izquierdo encima del
derecho, que el mozo mantiene plano, y lo taladra de un solo golpe,
en el mismo sitio. Todo esto es muy sencillo. Luego, con unos martillazos,
hunde el clavo dentro del madero. Para dos hombres, todo este trabajo
no ha durado más que dos minutos y las llagas casi no han sangrado.
Esta vez –¡gracias, Dios mio!– ha sido un dolor menos águdo, que se
pierde en el terrible conjunto de los que le agobian. Luego se ocupan de los dos ladrones; para éstos basta
con dos cuerdas. Y las tres cruces se levantan de cara a la ciudad deicida. No escuchemos a esos santones de Israel que celebran el triunfo e insultan
el dolor de Jesús.
El ya los ha perdonado, puesto que no saben lo que hacen. Jesús está
anonadado. Después de tantas torturas, para
un cuerpo extenuado esta inmovilidad casi parece un descanso, coincidiendo
con un descenso de su vitalidad. Pero tiene sed. Oh, aún El no lo ha hicho... Antes de que le tendiesen
en el madero ha rechazado la poción analgésica de vino mezclado con
mirra y aromas que le han ofrecido
unas mujeres caritativas de Jerusalén. El quiere que su sufrimiento
sea consciente y completo. Sabe que lo dominará. Tiene sed, sin duda.
Adhaesit lingua mea faucibus meis, Mi lengua está pegada a
mi paladar (Ps., 21, 6) . El no ha bebido nada ni comido desde ayer
tarde. Es mediodía. El sudor vertido en Getsemaní, todas sus angustias,
la fuerte hemorragia en el pretorio y las sucesivas, y esta sangre que
aún se desprende de sus heridas, todo ello le ha sustraído una gran
cantidad de su caudal. Tiene sed. Se han contraído sus facciones, su
rostro macilento está surcado de sangre que se coagula por todas panes.
Tiene la boca entreabierta, y el labio inferior comienza a colgarle.
Mezclado con sangre que sale de las narices lesionadas, resbala por
su barba un poco de saliva. Su garganta está seca, irritada: ya no puede
tragar. Tiene sed. Quién podría
reconocer en este rostro tumefacto, sangrante y deforme al más hello
de los hijos de los hombres? Vermis sum et non homo, Soy un
gusano y no un hombre (Sal 21, 6). Sería espantoso, si, a pesar
de todo, no se viese en El la majestad serena del Dios que quiere salvar
a sus hermanos. Tiene sed. Y dentro de poco El lo dirá, para que se
cumplan las Escrituras. Y un soldadote, disimulando su compasión bajo
una burla grosera, empapará en acetum, dicen los Evangelistas,
una esponja y se la tenderá a la punta de una caña. ¿Beberá El tan sólo
una gota? Dicen que el hecho de beber produce a los pobres condenados
un síncope mortal. Entonces, ¿cómo, después de haber recibido la posca,
podrá hablar dos o tres veces todavía? No, no; morirá cuando llegue
la hora. Tiene sed. Al cabo de un momento se produce un extraño fenómeno.
Los músculos de los brazos se ponen tensos en una contracción que tiende
a acentuarse. Sus deltoides y bíceps están tirantes y salientes, sus
dedos se tuercen como ganchos. ¡Los calambres! Todos ustedes han sentido
más o menos este dolor progresivo, agudo, en las piernas, entre costillas,
un poco, por todas partes del cuerpo. Es preciso cesar de toda acción
y estirar el músculo contraído. Pero, veamos. He aqui que se presenta
en los muslos y en las piernas el mismo fenómeno: los músculos que
se estiran y salen de un modo monstruoso, a la vez que los dedos de
los pies se retuercen. Se diria que es un herido atacado de tétano,
víctima de crisis terrible, imposible de olvidar. Es lo que llamamos
la tetania, cuando se generalizan los calambres. Aquí es
el caso. Los músculos del vientre se endurecen, luego los intercostales,
los del cuello y los respiratorios. Poco a poco su respiración se hace
cada vez más trabajosa, más corta y superficial. Sus costillas, levantadas
ya por la tracción violenta de los brazos, se elevan aún más; el epigastrio
se hunde y también los surcos encima de las claviculas. El aire entra
silbando; apenas puede salir. Respira hacia arriba, aspira un poco,
pero no puede espirar. Tiene sed de aire. Es como un enfisematoso en
plena crisis de asma. Su tez pálida va tomando poco a poco un tinte
rojo, luego violáceo, purpúreo y después azul. Se asfixia. Sus pulmones
están llenos de aire y no pueden vaciarse. Se le cubre la frente de
sudor. Sus ojos vidriados se extravían. ¡Qué dolor tan tremendo debe
de martillear su cráneo ! Se muere... Vale más. ¿No ha sufrido ya bastante? Pero, no; aún no ha llegado su hora. Ni la sed, ni
la hemorragia, ni la asfixia, ni el dolor, vencerán al Dios Salvador,
y si muere por estos síntomas, sólo morirá porque El lo quiere. Habens
in potestate ponere animam suam et recipere eam, Teniendo el
poder de depositar su vida y volverla a tomar (Sal 63, 3). Y por
la misma voluntad resucitará. Qué ha pasado ahora? Lentamente, con un esfuerzo
sobrehumano, ha tornado como punto de apoyo el clavo de sus pies. Sí:
se apoya sobre sus mismas llagas. Los tobillos y las rodillas se estiran
poco a poco; mediante un esfuerzo vuelve a subir, aliviando la tracción
de los brazos (tracción que consiste en más de 90 kilos en cada mano).
Entonces, he aquí que el fenómeno disminuye por sí mismo, se amortigua
la tetania, los músculos se aflojan, al menos los del pecho. La respiración
se presenta más desahogada y natural, los pulmones se deshinchan y pronto
el rostro toma el color pálido de antes. ¿A
qué viene este esfuerzo? Es que quiere hablarnos. Pater, dimitte
illis, Padre mío, perdónales (Luc. 23, 24). ¡Oh, sí!, que nos perdone,
pues somos nosotros sus verdugos. Poco después vuelve su cuerpo a descender
y la tetania aparece otra vez. Y cada vez que hable –tenemos anotadas
por to menos siete frases– y cada vez que quiera respirar, será menester
que se enderece, para volver a tomar aliento, irguiéndose derecho sobre
el clavo de sus pies. Y cada movimiento repercute en sus manos en indescriptibles
dolores (¡oh, sus nervios medianos!). Es la asfixia periódica del desgraciado
a quien estrangulan y a quien dejan recobrar la vida, para volver a
ahogarlo varias veces. Esta asfixia no abandona a Jesús un momento;
sólo puede salvarse de ella a costa de sufrimientos atroces y por su
propia voluntad. Y esto durará tres horas. ¡Oh Dios mío, muere cuanto
antes ! Estoy allí, al pie de la cruz, con su Madre, con Juan
y las mujeres que le velan. El centurión a un lado ya observa en actitud
respetuosa. Entre dos asfixias Jesús se yergue y habla: He ahí tu
Madre (Jo. 19, 27). ¡Oh, si, amantísima Madre, que desde aquel día
nos has adoptado! Un poco más tarde el pobre ladrón se hace abrir la
entrada en el paraíso. ¡Señor! ¡Señor! ¿Cuándo morirás? Ya lo sé. Tú esperas
la Pascua, pero tu cuerpo no se pudrirá como los nuestros. Está escrito:
Non dabis sanctum tuum videre corruptionem, Tú no dejarás
a tu santo conocer la corrupción (Sal 15, 10). Pero, ¡pobre Jesús
mío! (disculpa a los cirujanos), todas tus llagas están infectadas
o lo estarán pronto. Yo veo distintamente en ellas supurar una linfa
rubia y transparente, que se detiene en el mismo borde de la serosidad
de una costrilla. Sobre las primeras llagas se forma ya una falsa membrana,
que segrega serosidad. También está escrito: Putruerunt et corruptae
sunt cicatrices meae, Mis llagas serán infectadas y supurarán
(Sal 37, 5). Un enjambre de insectos repugnantes rodean tu cuerpo
en torbellino, bruscamente se tiran sobre una y otra llaga y se ceban
en la cara: es imposible darles caza. Por fortuna, al poco tiempo se
oscurece el cielo, se esconde el sol y de repente un frio general e
intenso to invade todo. Y las hijas de Belcebú van dejando poco a poco
su puesto. Pronto pasarán tres horas. ¡En fin!... Jesús lucha
siempre. De vez en cuando aún se endereza. Todos sus dolores recrudecidos,
la sed, los calambres, la asfixia y las vibraciones de sus dos nervios
centrales no le arrancan una sola queja. Allí cerca están sus más
intimos; pero su Padre –ésta es la última y más amarga prueba–, su
Padre parece haberle ahandonado. Eli, Eli, lema shebaqtani? ¡Dios
mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado? (Mt. 26. 46; Mr. 16, 4; Sal 21, 1). Ahora ya sabe que se va. Y grita: Consummatum est,
Se ha terminado (Jo 19, 30). La copa está vacía; ha cumplido
su misión. Vuelve a estirarse un poco, y para darnos a entender que
muere por su voluntad, clamando otra vez con voz sonora, iterum
clamans voce magna (Mt 27, 50), Padre –grita–, en tus
manos encomiendo mi espíritu, In manus tuas commendo spiritum
meum (Luc. 23, 46; Sal 31, 5). El murió cuando quiso: habens
in potestatem ponere ammam suam (Sal 63). ¡Y que no me hablen nunca
de teorías fisiológicas! Laudatu si, mi Signore, por la sora nostra morte corporale!
(S. Francesco d'Assisi, Canticum creaturarum). ¡Oh, sí, Señor! Seas
por siempre alabado por haber Tú querido morir. Pues nosotros no podiamos
más. Ahora todo está bien. En un último suspiro su cabeza se inclina delante,
lentamente. La mandíbula sobre el esternón. Estoy en este momento frente a Ti, Señor, y veo tu
rostro caído, sereno, que a pesar de tan horribles estigmas, ilumina
la dulcísima majestad de Dios, siempre presente. Caigo de rodillas ante
Ti y beso tus pies agujereados, donde aún corre la sangre y se coagula
hacia las puntas. La rigidez cadavérica se va apoderando brutalmente
de Ti. Están duras tus piernas como el acero, y ardientes. ¡Oh, qué
temperatura tan inaudita Te ha dado la tetania! La tierra tiembla, se eclipsa el sol. José de Arimatea
ha ido a reclamar tu cuerpo a Pilatos, quien no se lo negará. El odia
a los Judíos que le obligaron a matarte; ese letrero sobre tu cabeza,
Jesús, rey de los Judíos, proclama bien alto su rencor. ¡ Crucificado
como un esclavo! El centurión ha ido a dar su informe, después de haberte,
bravo mozo, confesado Hijo de Dios. El descendimiento será cosa fácil.
Una vez desclavados los pies, José y Nicodemo descolgarán el madero
del esteba; Juan, tu predilecto, aguantará los pies; otros dos, con
una sábana arrollada en forma de cuerda, sostendrán por la cintura;
alli cerca, frente al sepulcro, sobre una piedra, más tranquilos, Te
desclavarán las manos... Pero... ¿quién viene por a11á? ¡Ah! Los Judíos han
debido pedir a Pilatos que despeje la colina de esos patíbulos que molestan
a la vista y deslucirían la fiesta de mañana. ¡Raza de víboras, que
filtran los mosquitos y devoran los camellos! Los soldados rompen a
mazazos de hierro las piernas de los ladrones, que ahora quedan colgando
de modo lamentable; y como ya no pueden levantarse más sobre las cuerdas
de sus piernas, pronto acabarán con ellos la tetania y la asfixia. ¡Con Jesús no tenéis nada que hacer ! Os non comminuetis
ex eo, No le romperéis ningún hueso (Jo 19, 36; Ex 12, 46;
Núm 9, 12). ¡Dejadle en paz! ¿No veis que ya está muerto? Sin duda les dijeron esto. Pero ¿qué idea se le ha
ocurrido a uno de los soldados? Con ademán trágico y preciso levanta
el palo de la lanza y de un golpe certero, oblicuo, se la clava profundamente
en el lado derecho. ¡Oh! ¿Por qué? Y en un arranque de su corazón de
pronto brotó sangre y agua de la herida (Jo 19, 34). Juan lo ha
visto perfectamente y yo también, y no sabriamos mentir: un chorro ancho
de sangre oscura brota sobre el soldado y va chorreando sobre el pecho
de Jesús, coagulándose en capas, paulatinamente. Pero al mismo tiempo,
sobre todo visible en los bordes del SANTO SUDARIO, se desprende un
líquido claro y límpido como el agua. Veamos qué es: la herida está más abajo y separada
de la tetilla –en el quinto espacio–, la lanzada ha sido oblicua. Esta
sangre es, pues, de la aurícula derecha y el agua sale del pericardio.
Entonces, Jesús mío, tu corazón está comprimido por ese liquido y Tú
sufres, además, este dolor angustioso y cruel del corazón oprimido en
un torno. ¿No era bastante con todo lo que habíamos visto? ¿Es acaso
para que lo supiésemos, que este hombre ha cometido tan rara agresión?
Tal vez los judíos se creyesen que no estabas muerto, sino sólo desvanecido;
tu resurrección pedía este testimonio. ¡Gracias, soldado! ¡Gracias,
Longinos! Un día morirás mártir del Cristianismo. Y ahora, lector amigo, demos gracias a Dios que me
ha dado fuerzas para escribir hasta el fin, no sin lágrimas. Todos esos
dolores horripilantes, que hemos revivido en El, ya estaban previstos,
premeditados y deseados toda su vida, en su amor, por redimirnos de
todos nuestros pecados. Oblatus est quia ipse voluit,
El se entregó porque fué su voluntad (Is. 53, 7). El dirigió toda su
pasión, sin omitir ninguna tortura, aceptando las consecuencias fisiológicas,
pero sin quedar dominado por ellas. Y MURIÓ
CUÁNDO Y CÓMO Y
PORQUE ÉL LO
HABÍA QUERIDO. JESUS está en agonía por los siglos de los siglos.
Por lo tanto, es justo y saludable sufrir con Él, darle las gracias
cuando nos envía padecimientos y asociarnos a los suyos. Y para acabar,
debemos decir, como escribe San Pablo, que los que faltan a la pasión
de Cristo y a María, madre suya y madre nuestra, aceptan gustosos nuestra
compasión. Oh Jesús, que no tuviste piedad de Ti mismo siendo
Dios, ¡ten piedad de mí que soy pecador! |